VIAJE HACIA CONDORNADA: crónica de una breve expedición
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Foto: Manuel Rubio |
El principio de todo
Hasta
que por fin se dio la soñada travesía. Estábamos ansiosos días antes, digamos
hasta temerosos, las fotos que vimos en el Facebook de uno de los amigos de
Varas eran sencillamente deslumbrantes, por el paisaje, el carácter aislado de
su hábitat. Matizando nuestros planes, de trago en trago esa noche íbamos organizándonos. ¿Qué haremos?, dijo Manuel Rubio, pensé que iríamos en una
móvil directo hasta Virú, y de allí empezar la caminata hasta Condornada. Pero
la combi no se ha llenado pues, respondió Varas, estamos jodidos, tenemos que
tomar un bus interprovincial dice mi pata, que nos lleve hasta el Puente,
y después él nos jalará en su movilidad hasta Caray. Nos cobra 25 soles por
cabeza. Pero esto es demasiado, opinó luego Sarmiento, en un restaurante frente
al mar embravecido de Buenos Aires, chupando como demonio. ¿Entonces qué
hacemos?, volvió a preguntar Manuel Rubio. Si quieren vámonos en moto, dijo
Varas, pero hay que avisarle al Gato Síficus, para ir en parejas. ¡Mejor!,
respondieron en coro los dos, ¡así está de putamadre!
Al
día siguiente, domingo 9 de agosto, nos encontramos en el Ovalo Grau a las
siete de la mañana, y el hecho de despertar con resaca algunos y otros
simplemente con sueño, reventando como canchitas en los ojos, hizo que
volvieran recuerdos de la escuela, cuando madrugaba el que menos para ir a
formar como cachacos en los patios de cada institución educativa. Pero esto no
tiene mayor importancia. El asunto es que partieron por ese camino ignoto, sin
guías turísticas, recorriendo aquel culebrón que es la carretera Panamericana,
lleno de niebla y de frío y de camioneros que pasaban furiosos, comiéndose el
asfalto como espaguetis. Era el desmadre. Una ruta larguísima. Con subidas y
bajadas y el desierto en nuestras espaldas. El Gato Síficus manejaba como si
fuera el último conductor del mundo, y desde lejos se veía a Sarmiento flamear,
con lo flacucho que es, como una bandera, agarrándose apenas de la parrilla de la
moto Honda.
Varas
y Manuel Rubio se cagaban de la risa, pero también de adrenalina. Iban con el cambio
número cuatro, a máxima velocidad. Sobre todo cuando un escarabajo Volkwagen
los adelantó rozando el intermitente inferior, haciéndolos trastabillar, demostrándonos
en la cara lo mal que manejan los peruanos. Pero eso no significó un amedrentamiento
ni mucho menos.
Sin
embargo, hubo un momento en que los brazos de Varas se entumecieron. Repito,
era el desmadre. Sabían adónde es que podían llegar, conocían el destino final,
pero no los detalles del camino, el proceso. En cada viaje llega un momento en
que ya no existe marcha atrás: o lo tomas, o respiras una bocanada, o avanzas con
todo el coraje, o te vas a la mierda. Manuel Rubio empezó a disparar con su
cámara hacia los cerros, las señalizaciones de los kilómetros, el número 533, y
aquí Varas tuvo que detenerse, para orinar, estirar las piernas, ya había
transcurrido una hora, pero ésta era una de las tantas de las que realmente el
día nos deparaba.
Me
voy a morir de frío, dijo Manuel Rubio, pero qué chucha. El Gato Síficus iba a
una gran distancia como un huevo flotando en la niebla.
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Foto: Manuel Rubio |
La hora del mercadito y el Puente
Milagrosamente
llegamos íntegros, a salvo. Nuestras motos, una Honda y una Yamaha, eran lentas
en realidad, motores pequeños, pero cómo corrían por esas pistas, parecían un
par de caballos o burros relinchando como cuetes.
Nos
agenciamos de víveres para sobrevivir, puesto que teníamos que caminar atravesando
un valle de abismos y trampas y árboles y enormes piedras que parecían tener cada
una millones de años. Pero ahí estábamos los cuatro, buscando mandarinas,
choclos, galletas, vinos, manzanas y bananos. Era un día de fiesta. El
desmadre. No sabíamos si esa noche regresábamos a casa o acampábamos a la
deriva. Varas empezó a llamar a su pata César, quien ya conocía la ruta, puesto
que de él nos vino la idea, gracias a unas fotografías que vimos en sus redes
sociales. Dijo apenas tres o cuatro cosas puntuales y aquello fue suficiente
para proseguir el derrotero y con nuestra búsqueda, sin vacilar.
Cuando
entramos al pueblo con cierto orgullo, no sé por qué realmente, presentíamos el encuentro con algo hasta
entonces desconocido. Estábamos a punto de explorar una zona de nuestra propia
existencia. Uno de los lugares más bellos de nuestra región. El cansancio no
era motivo para el tedio.
Ahora
buscábamos la localidad de Caray. No estaba cerca. Allí teníamos que dejar las
motos para echarnos a vagabundear. Alguien dijo que quería comer cañanes.
Aprovechando el pueblo, uno que otro volvió a orinar.
Calentamos
motores y emprendimos nuevamente el viaje, tierra adentro.
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Foto: Lautaro |
Los círculos misteriosos de los cerros
El
Gato Sificus avanzaba a toda marcha, subiendo peldaños, zigzagueando, bordeando
el filo del abismo, con el Sarmiento atrás como un arlequín o un personaje
semejante. Manuel Rubio no paraba de buscar una imagen, digamos un cuadro, un
instante para el lente del corazón fotográfico. De hecho que existen muchos
lugares en el Perú y el mundo que resultan fascinantes. Pero aquí lo que
trasciende es la camaradería y la aventura de nuestro gran viaje. Sabían los
cuatro cuál era el propósito de cada uno de sus pasos, eso como que se
presiente, dijo Varas. El Gato Sificus se alucinaba Ciro en el Valle del Colca
y gritaba hoooolaaaaa, hoooolaaaaa, y las enormes piedras del tamaño de una
casa de tres pisos ni se inmutaban pero emitían una radiación hermética en
medio de ese vasto paraje, misterioso. Felizmente no encontramos ni un mosquito
que nos fastidiara.
La
carretera ascendía como una serpiente por los múltiples cerros.
Llegamos hasta las ruinas arqueológicas de una cultura prehispánica. Un
poblador dio con nuestro alcance y nos recomendó ciertas pautas para llegar con
bienestar a Condornada. Seguimos la ruta y por momentos pensamos que nos
dirigíamos hasta el cielo. Ya no había señal en nuestros celulares. Ahora sí
estamos medio perdidos, dijo alguien. Cuando llegamos a Caray, unos lugareños
nos saludaron amablemente y nos pidieron que avancemos hasta la última casita
de la zona, para después echar la verdadera caminata del día. Y así lo hicimos.
Los
patos y las gallinas se ahuyentaron con el rugido de nuestras motos.
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Foto: Manuel Rubio |
Llegada triunfal a Condornada
Como ustedes son unas madres, van a tardar poco más de tres horas, dijo un poblador
en la última cabaña de Caray. Algunos fuimos al baño. Creo que Varas tenía
mayores urgencias. Y seguimos internándonos en una niebla cada vez más espesa,
refrescante, surreal, a pie. Sarmiento estaba anonadado. El Gato Sificus iba
leyendo poemas de Cesar Vallejo al viento. Manuel Rubio parecía un gánster.
Varas iba fumando y comiendo mandarinas, lo cual resultaba contraproducente, ya
que se requería de buenos pulmones para llegar. A veces nos topábamos con otros
seres humanos que estaban ya de venida. ¿Cuánto nos falta de recorrido, tíos?,
preguntaba el Gato Síficus. Sigan adelante, nos decían, si se guían por las flechas amarillas no se perderán. Un
río sobrecogedor nos contemplaba desde abajo. El valle era intenso.
Después
de varias horas de consumir tan sólo agua
y algunas frutas nos pusimos a descansar, al costado de una colina, para
meditar en qué andábamos. Y más seres humanos nos daban el encuentro, pero de
bajada, y todos decían lo mismo, “ya van a llegar, ya van a llegar”. Hubo uno
de esos tíos que se atrevió incluso a pedirnos marihuana. Por supuesto, los nuestros
se negaron rotundamente.
Fue
por allí que derramamos una botella de los dos vinocos que compramos. Unos
vinos Borgoña horribles. Para los
duendes, dijo Sarmiento. Yo, viéndolos ahora desde este punto, pienso qué clase de
locura es la que tenemos. El Gato Síficus y Varas se tomaron fotos bajo la
sombra de un árbol. Para nuestro aprendizaje, dijeron.
Ya
eran las dos de la tarde y aun no llegábamos a las cataratas de Condornada.
Y es
que el camino era difícil. Las piernas tambaleaban. Era finalmente una ansiedad.
Nos acompañaba sólo el silencio por momentos. Nada más propicio para escuchar
nuestras voces. Con el calor de la sangre, y el entusiasmo por Naturaleza, lo demás ya no importaba. No
extrañamos el sol de Trujillo, ni la comida, ni el trabajo, ni las horas. Nuestra
imaginación volaba.
Con
la lengua elástica, finalmente vislumbramos, luego de un profundo descenso, la
verdadera magia de Naturaleza: una catarata sensacional rompía sobre unas
piedras colosales, y la neblina diáfana y fresca, anunciaba que ya estábamos en
Condornada, donde según cuenta la leyenda, hace tres años se ahogó entre sus
fuentes un niño. Manuel Rubio dijo en qué momento aparece el unicornio tomando
agua, por el carácter surrealista del paisaje.
Algunos
pobladores cuentan que aquí se bañaba un famoso Cóndor. Mientras tanto,
nosotros nos sumergimos entre sus aguas a purificar nuestras almas, algunos a
bautizarse, las nubes estaban al alcance de las manos, calatos.
El retorno
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Foto: Manuel Rubio |
Exhaustos,
después de comer atún con galletas, y de nadar como unos puercos, retornamos
porque no teníamos tiempo de sobra, aquí el día es pequeño. Y fuimos andando,
jugando con la fornida vida, el aire, la flora, la majestuosidad de las cosas.
Llegamos empapados al pueblo, cuando ya era de noche. Ahora el regreso sería
diferente. Salíamos de la claridad del mundo para regresar felices al lado
de una oscuridad intensa, en dos pequeñas motos, no había luna, por esa
tremenda carretera que es la Panamericana. Y para remate, el Gato Síficus no
tenía ni espejos retrovisores ni luz delantera. Varas le hacía señales, como
guiños, de cuando en cuando. A toda velocidad, en forma de simbiosis, una moto,
la Honda, dependía de la luz de la Yamaha. Manuel Rubio iba abrazado del Gato
Síficus. Y la cámara bien guardadita entre los dos. Habíamos intercambiado
parejas para el retorno.
Era
como viajar por un túnel negro. Sarmiento iba durmiendo, al parecer, porque no
dijo ni pio, y Varas temblaba por la fragilidad de la moto, y el peso de las
mochilas, pero la nave corría sola por el universo, ¡sola!
Cuando
llegamos al Ovalo Grau nos detuvimos para ver qué hay de nuevo. El Gato Sificus
dijo que se había conectado con Naturaleza y que había iniciado el despertar de
su conciencia. Sarmiento añadió que estaba asombrado por la inmensidad de Condornada
y que por ello su mutismo. Manuel Rubio dijo que el paisaje era muy visual, que
valía la pena, y que podría grabar allí una película. Varas agregó que el viaje
era una gran aventura, el enfrentamiento con lo desconocido, las rutas, el
destino final, y el riesgo respecto de la vida y la muerte.
Y así,
con un saludo mas bien deportivo, cada quien se marchó internándose en la negra noche, hasta que el vino otra vez los junte.