jueves, 13 de agosto de 2015

VIAJE HACIA CONDORNADA: crónica de una breve expedición

Foto: Manuel Rubio
El principio de todo
    Hasta que por fin se dio la soñada travesía. Estábamos ansiosos días antes, digamos hasta temerosos, las fotos que vimos en el Facebook de uno de los amigos de Varas eran sencillamente deslumbrantes, por el paisaje, el carácter aislado de su hábitat. Matizando nuestros planes, de trago en trago esa noche íbamos organizándonos. ¿Qué haremos?, dijo Manuel Rubio, pensé que iríamos en una móvil directo hasta Virú, y de allí empezar la caminata hasta Condornada. Pero la combi no se ha llenado pues, respondió Varas, estamos jodidos, tenemos que tomar un bus interprovincial dice mi pata, que nos lleve hasta el Puente, y después él nos jalará en su movilidad hasta Caray. Nos cobra 25 soles por cabeza. Pero esto es demasiado, opinó luego Sarmiento, en un restaurante frente al mar embravecido de Buenos Aires, chupando como demonio. ¿Entonces qué hacemos?, volvió a preguntar Manuel Rubio. Si quieren vámonos en moto, dijo Varas, pero hay que avisarle al Gato Síficus, para ir en parejas. ¡Mejor!, respondieron en coro los dos, ¡así está de putamadre!
    Al día siguiente, domingo 9 de agosto, nos encontramos en el Ovalo Grau a las siete de la mañana, y el hecho de despertar con resaca algunos y otros simplemente con sueño, reventando como canchitas en los ojos, hizo que volvieran recuerdos de la escuela, cuando madrugaba el que menos para ir a formar como cachacos en los patios de cada institución educativa. Pero esto no tiene mayor importancia. El asunto es que partieron por ese camino ignoto, sin guías turísticas, recorriendo aquel culebrón que es la carretera Panamericana, lleno de niebla y de frío y de camioneros que pasaban furiosos, comiéndose el asfalto como espaguetis. Era el desmadre. Una ruta larguísima. Con subidas y bajadas y el desierto en nuestras espaldas. El Gato Síficus manejaba como si fuera el último conductor del mundo, y desde lejos se veía a Sarmiento flamear, con lo flacucho que es, como una bandera, agarrándose apenas de la parrilla de la moto Honda.
    Varas y Manuel Rubio se cagaban de la risa, pero también de adrenalina. Iban con el cambio número cuatro, a máxima velocidad. Sobre todo cuando un escarabajo Volkwagen los adelantó rozando el intermitente inferior, haciéndolos trastabillar, demostrándonos en la cara lo mal que manejan los peruanos. Pero eso no significó un amedrentamiento ni mucho menos.
    Sin embargo, hubo un momento en que los brazos de Varas se entumecieron. Repito, era el desmadre. Sabían adónde es que podían llegar, conocían el destino final, pero no los detalles del camino, el proceso. En cada viaje llega un momento en que ya no existe marcha atrás: o lo tomas, o respiras una bocanada, o avanzas con todo el coraje, o te vas a la mierda. Manuel Rubio empezó a disparar con su cámara hacia los cerros, las señalizaciones de los kilómetros, el número 533, y aquí Varas tuvo que detenerse, para orinar, estirar las piernas, ya había transcurrido una hora, pero ésta era una de las tantas de las que realmente el día nos deparaba.
    Me voy a morir de frío, dijo Manuel Rubio, pero qué chucha. El Gato Síficus iba a una gran distancia como un huevo flotando en la niebla.
Foto: Manuel Rubio
La hora del mercadito y el Puente
   Milagrosamente llegamos íntegros, a salvo. Nuestras motos, una Honda y una Yamaha, eran lentas en realidad, motores pequeños, pero cómo corrían por esas pistas, parecían un par de caballos o burros relinchando como cuetes.
    Nos agenciamos de víveres para sobrevivir, puesto que teníamos que caminar atravesando un valle de abismos y trampas y árboles y enormes piedras que parecían tener cada una millones de años. Pero ahí estábamos los cuatro, buscando mandarinas, choclos, galletas, vinos, manzanas y bananos. Era un día de fiesta. El desmadre. No sabíamos si esa noche regresábamos a casa o acampábamos a la deriva. Varas empezó a llamar a su pata César, quien ya conocía la ruta, puesto que de él nos vino la idea, gracias a unas fotografías que vimos en sus redes sociales. Dijo apenas tres o cuatro cosas puntuales y aquello fue suficiente para proseguir el derrotero y con nuestra búsqueda, sin vacilar.
   Cuando entramos al pueblo con cierto orgullo, no sé por qué realmente,  presentíamos el encuentro con algo hasta entonces desconocido. Estábamos a punto de explorar una zona de nuestra propia existencia. Uno de los lugares más bellos de nuestra región. El cansancio no era motivo para el tedio.
    Ahora buscábamos la localidad de Caray. No estaba cerca. Allí teníamos que dejar las motos para echarnos a vagabundear. Alguien dijo que quería comer cañanes. Aprovechando el pueblo, uno que otro volvió a orinar.
    Calentamos motores y emprendimos nuevamente el viaje, tierra adentro.

Foto: Lautaro
Los círculos misteriosos de los cerros
   El Gato Sificus avanzaba a toda marcha, subiendo peldaños, zigzagueando, bordeando el filo del abismo, con el Sarmiento atrás como un arlequín o un personaje semejante. Manuel Rubio no paraba de buscar una imagen, digamos un cuadro, un instante para el lente del corazón fotográfico. De hecho que existen muchos lugares en el Perú y el mundo que resultan fascinantes. Pero aquí lo que trasciende es la camaradería y la aventura de nuestro gran viaje. Sabían los cuatro cuál era el propósito de cada uno de sus pasos, eso como que se presiente, dijo Varas. El Gato Sificus se alucinaba Ciro en el Valle del Colca y gritaba hoooolaaaaa, hoooolaaaaa, y las enormes piedras del tamaño de una casa de tres pisos ni se inmutaban pero emitían una radiación hermética en medio de ese vasto paraje, misterioso. Felizmente no encontramos ni un mosquito que nos fastidiara.
    La carretera ascendía como una serpiente por los múltiples cerros. Llegamos hasta las ruinas arqueológicas de una cultura prehispánica. Un poblador dio con nuestro alcance y nos recomendó ciertas pautas para llegar con bienestar a Condornada. Seguimos la ruta y por momentos pensamos que nos dirigíamos hasta el cielo. Ya no había señal en nuestros celulares. Ahora sí estamos medio perdidos, dijo alguien. Cuando llegamos a Caray, unos lugareños nos saludaron amablemente y nos pidieron que avancemos hasta la última casita de la zona, para después echar la verdadera caminata del día. Y así lo hicimos.
    Los patos y las gallinas se ahuyentaron con el rugido de nuestras motos.


Foto: Manuel Rubio
     Llegada triunfal a Condornada
    Como ustedes son unas madres, van a tardar poco más de tres horas, dijo un poblador en la última cabaña de Caray. Algunos fuimos al baño. Creo que Varas tenía mayores urgencias. Y seguimos internándonos en una niebla cada vez más espesa, refrescante, surreal, a pie. Sarmiento estaba anonadado. El Gato Sificus iba leyendo poemas de Cesar Vallejo al viento. Manuel Rubio parecía un gánster. Varas iba fumando y comiendo mandarinas, lo cual resultaba contraproducente, ya que se requería de buenos pulmones para llegar. A veces nos topábamos con otros seres humanos que estaban ya de venida. ¿Cuánto nos falta de recorrido, tíos?, preguntaba el Gato Síficus. Sigan adelante, nos decían, si se guían  por las flechas amarillas no se perderán. Un río sobrecogedor nos contemplaba desde abajo. El valle era intenso.
    Después de varias horas de consumir  tan sólo agua y algunas frutas nos pusimos a descansar, al costado de una colina, para meditar en qué andábamos. Y más seres humanos nos daban el encuentro, pero de bajada, y todos decían lo mismo, “ya van a llegar, ya van a llegar”. Hubo uno de esos tíos que se atrevió incluso a pedirnos marihuana. Por supuesto, los nuestros se negaron rotundamente.
    Fue por allí que derramamos una botella de los dos vinocos que compramos. Unos vinos Borgoña horribles. Para los duendes, dijo Sarmiento. Yo, viéndolos ahora desde este punto, pienso qué clase de locura es la que tenemos. El Gato Síficus y Varas se tomaron fotos bajo la sombra de un árbol. Para nuestro aprendizaje, dijeron.
     Ya eran las dos de la tarde y aun no llegábamos a las cataratas de Condornada.
    Y es que el camino era difícil. Las piernas tambaleaban. Era finalmente una ansiedad. Nos acompañaba sólo el silencio por momentos. Nada más propicio para escuchar nuestras voces. Con el calor de la sangre, y el entusiasmo por  Naturaleza, lo demás ya no importaba. No extrañamos el sol de Trujillo, ni la comida, ni el trabajo, ni las horas. Nuestra imaginación volaba.
    Con la lengua elástica, finalmente vislumbramos, luego de un profundo descenso, la verdadera magia de Naturaleza: una catarata sensacional rompía sobre unas piedras colosales, y la neblina diáfana y fresca, anunciaba que ya estábamos en Condornada, donde según cuenta la leyenda, hace tres años se ahogó entre sus fuentes un niño. Manuel Rubio dijo en qué momento aparece el unicornio tomando agua, por el carácter surrealista del paisaje.
    Algunos pobladores cuentan que aquí se bañaba un famoso Cóndor. Mientras tanto, nosotros nos sumergimos entre sus aguas a purificar nuestras almas, algunos a bautizarse, las nubes estaban al alcance de las manos, calatos.

     El retorno
Foto: Manuel Rubio
    Exhaustos, después de comer atún con galletas, y de nadar como unos puercos, retornamos porque no teníamos tiempo de sobra, aquí el día es pequeño. Y fuimos andando, jugando con la fornida vida, el aire, la flora, la majestuosidad de las cosas. Llegamos empapados al pueblo, cuando ya era de noche. Ahora el regreso sería diferente. Salíamos de la claridad del mundo para regresar felices al lado de una oscuridad intensa, en dos pequeñas motos, no había luna, por esa tremenda carretera que es la Panamericana. Y para remate, el Gato Síficus no tenía ni espejos retrovisores ni luz delantera. Varas le hacía señales, como guiños, de cuando en cuando. A toda velocidad, en forma de simbiosis, una moto, la Honda, dependía de la luz de la Yamaha. Manuel Rubio iba abrazado del Gato Síficus. Y la cámara bien guardadita entre los dos. Habíamos intercambiado parejas para el retorno.
    Era como viajar por un túnel negro. Sarmiento iba durmiendo, al parecer, porque no dijo ni pio, y Varas temblaba por la fragilidad de la moto, y el peso de las mochilas, pero la nave corría sola por el universo, ¡sola!
    Cuando llegamos al Ovalo Grau nos detuvimos para ver qué hay de nuevo. El Gato Sificus dijo que se había conectado con Naturaleza y que había iniciado el despertar de su conciencia. Sarmiento añadió que estaba asombrado por la inmensidad de Condornada y que por ello su mutismo. Manuel Rubio dijo que el paisaje era muy visual, que valía la pena, y que podría grabar allí una película. Varas agregó que el viaje era una gran aventura, el enfrentamiento con lo desconocido, las rutas, el destino final, y el riesgo respecto de la vida y la muerte.
    Y así, con un saludo mas bien deportivo, cada quien se marchó internándose en la negra noche, hasta que el vino otra vez los junte.



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